Economistas como los premios Nóbel Amartya Sen y Angus Deaton han sustentado con cifras el impacto que la educación tiene para la economía de una sociedad o de un país.
De acuerdo con ellos, no existe una mejor alternativa que la educación, junto con la inversión en investigación, para que una sociedad mejore su competitividad y pueda enfrentar con éxito los retos que los demás países le impondrán al intentar exportar productos con valor agregado.
Deaton, después de estudiar las cifras demográficas de diferentes países, encontró que la estatura promedio de la población de un país tiene una correlación positiva y significativa con el crecimiento sostenido de su producto interno bruto y de la educación. Así, los habitantes de la India se demorarían 150 años en alcanzar la estatura promedio actual de los habitantes del Reino Unido, siempre que en la India se mantenga el comportamiento favorable del PIB. Ahora bien, nadie estudia con la intensión de que sus hijos sean más altos que él o que sus padres.
Pero la pregunta de este artículo no se refiere a la decisión de un gobierno sobre si se debe invertir o no en educación, sino a esa pregunta individual que se hace una persona sobre si debe estudiar o no. Más concretamente se refiere al interrogante que se hace en el mismo sentido alguien que ya tiene un título profesional: ¿por qué y para qué estudiar más?
Cuando se observan las estadísticas de desempleo global de Colombia, que en sus mejores épocas con dificultad se ubican por debajo del 8%, es fácil caer en el temor de hacer parte de ese porcentaje, especialmente cuando se observan sentimientos de escepticismo sobre la consolidación de una auténtica paz que viabilice el impulso económico. Pero aún en ese escenario, surge otro interrogante: ¿tiene más probabilidades de ser despedido alguien con estudios de postgrado, o alguien que no los tiene?
En un escenario ideal, la respuesta obvia a esa pregunta seria que (suponiendo que la decisión se toma bajo el supuesto de que a las dos personas se les pagaría el mismo salario) seguramente es más probable que sea despedido quien no tenga un postgrado, aunque no siempre será así porque en esa decisión también inciden otros aspectos como el desempeño, las relaciones con el superior que toma la decisión, la antigüedad en la empresa, las habilidades individuales, entre otros.
Suponiendo un escenario optimista, ¿quién tiene mejores oportunidades de ascenso? En la respuesta a esta pregunta también concurren variables como las señaladas en el párrafo anterior, pues la decisión no se basa ni se debe basar solamente en el nivel académico. Entonces tal vez haya que agregarle cifras al debate.
De acuerdo con las estadísticas del DANE a 2017, las cifras de la siguiente figura corresponden a las tasas de desempleo promedio para hombres y mujeres de acuerdo con el nivel de educación.
Puede verse que la tasa de desempleo aumenta a medida que aumenta el nivel de educación desde ninguna hasta educación media; a partir de allí, la tendencia se revierte hasta el mínimo que lo tienen las personas con postgrado. Debe destacarse el hecho de que, en el caso de las mujeres, la reducción de la tasa de desempleo al pasar de educación universitaria a postgrado, es notablemente mayor que en los hombres (reducción de 6.3% para ellas y de 3.6% para ellos).
Debe tenerse en cuenta que en esas cifras no se hace alusión al ingreso que reciben los diferentes niveles de educación; por ejemplo, la educación técnica profesional y tecnológica tiene una tasa de desempleo similar a la de educación secundaria; sin embargo, el salario de los primeros es mayor que el de los segundos. Esto indica que, aun con el mismo nivel de riesgo de desempleo, el mayor ingreso puede justificar el esfuerzo de aumentar el nivel de formación.
Aún queda una pregunta por resolver y es si se justifica el nivel de inversión que significa un postgrado. Debe tenerse en cuenta que el costo del postgrado se paga una sola vez y la mejora de ingresos se mantiene a lo largo de la vida laboral e inclusive al pensionarse.